Tras la elección presidencial de 2016, el presentador de Noticias Univisión Jorge Ramos buscó refugio en Japón, y escribió una columna en la cual mostró a la Tierra del Sol Naciente como un ejemplo cultural a seguir. Pero en 2018, algo allí le espantó, lo cual provocó otra columna pero esta vez de sermoneo.
Veamos la columna de 2017 publicada por Univisión, “Japón, el antídoto”:
Después de tantos gritos e insultos en la campaña por la presidencia de Estados Unidos, necesitaba un antídoto. Así que decidí pasarme diez días en uno de los países más corteses y con mejores modales del mundo: Japón.
Tokio, su capital, es una urbe de 13 millones de habitantes (o 38 millones si sumamos las zonas aledañas) pero hay momentos en que, si cierras los ojos, te la puedes imaginar casi vacía. El silencio es una forma de respeto de los japoneses. Los vagones de su cronométrico metro, generalmente repletos, no van cargados de música ni de conversaciones en voz alta.
Pasé mis vacaciones sin oír un claxon en las calles de Tokio. La explicación de una guía japonesa fue totalmente zen: “Siempre pensamos en lo que el otro está sintiendo”. No puedo imaginarme a los taxistas y conductores en Nueva York, en la ciudad de México o en Buenos Aires con la misma actitud. Quizás es algo que comen aquí.
Que conste, que esta no es la primera vez que Ramos resalta a Japón como ejemplo cultural. A Ramos le gusta traer a colación la tasa de asesinatos de Japón al hablar de las prohibiciones de armas, por ejemplo. Por supuesto, Ramos hace esto sin mencionar que la prensa de Japón se considera como menos libre que la de Estados Unidos, y que allá no existe protección contra los registros policiales aleatorios. La columna enumera todas las gentilezas culturales que en aquel entonces le parecieron bien a Ramos. Pero durante un viaje más reciente a Japón, las comparaciones culturales tomaron un giro más oscuro. De su columna más reciente en Univisión, “Los animales son personas”:
Los vi morir, ahí, frente a mis ojos. Los cuatro langostinos se retorcían sobre la plancha hirviente. Uno también brincaba, tratando de escapar de su inminente muerte. El ruido de su piel achicharrada sobre el metal se confundía con lo que parecían indescifrables grititos de angustia. No cabía la menor duda que estaban sufriendo. Los ojos profundamente negros de los langostinos me veían, como pidiendo ayuda. Y yo, cobarde, no hice nada.
El chef del teppanyaki en la divertida zona de Roppongi, en Tokio, nos preguntó en un viaje reciente si queríamos ver cómo cocinaba los langostinos vivos e, ingenuamente, le dijimos que sí. Fuimos testigos y cómplices de su tortura y asesinato. Y luego –¡peor!– nos los comimos con una sensación de asco y culpa.
A fin de cuentas, quizás no es algo que se comen allí. Tal parece que Ramos no considero la afición de los japoneses por los mariscos extra-extra frescos al endilgarnos a Japón como ejemplo cultural contra el país que ha llamado su hogar por más de 35 años. Y ahora esos conflictos parecen llevar al Japón por el camino del vegetarianismo:
Como muchos humanos, yo había hecho una arbitraria división entre perros, gatos, elefantes y delfines –por mencionar solo algunos– con el resto de los animales. Nunca se me hubiera ocurrido, por ejemplo, comerme a mi gata Lola o a mi perra Sunset, ni tampoco meterle una mordida a un pedazo de ballena u orangután. Pero mientras más pienso en los langostinos que vi morir en Japón, más difícil es decidir qué animales puedo comer y con cuales puedo entablar amistad.
Por ahora, me empiezo a acostumbrar a la idea de que esas absurdas diferencias que hemos puesto entre los animales y los humanos no tienen ninguna base científica. Los animales son personas. ¿Qué pensarán ellos de nosotros?
Dado que la mayoría de la carne de cerdo en los Estados Unidos se produce en masa (al igual que la res y el pollo), uno se pregunta en que momento Ramos se decide a vivir como predica- y abandone para siempre su querido pozole.